En la amplitud del valle mi corazón se ensancha, vuela, se esclarece. Galopa el aire sobre el paisaje, por la vereda huidiza de un cielo inquieto. En la marea de tus ojos verdes me detengo.
Si fuera la vida siempre este valle, si fuera todo mirar, y mirarte... confundir tus ojos con las praderas tiernas, mezclarte con el rojo vivo y el azul ingrávido, enredarte en el blanco sediento de mi falda.
La inconsistencia terca de la fugaz vida, la fortaleza implacable de la muerte, mi suerte constantemente herida, bendecida a ratos, y a ratos malquerida. El esplendor brumoso de los felices días, la eterna brevedad del instante inmóvil e inerte, sombra fría en mi costado penitente llama que antiguamente ardía.
Sara había llegado a detestar a su padre, un hombre huraño y terco. Nadie soportaba mucho tiempo su compañía, ni él soportaba la de nadie, salvo la de su gato, un animal grande y negro, con los ojos más azules que el mismo océano.
Se despide estos días, en el Teatro Valle-Inclán y después de prórroga, la obra de Ernesto Caballero La autora de Las Meninas, uno de los grandes éxitos de la cartelera madrileña.
Con una escenografía aparentemente sencilla y altamente eficaz de Paco Azorín, asistimos al desarrollo de una original distopía, en la que se nos describe una Europa en recesión, año 2037, con evidentes ecos warholianos. Los ricos diálogos satirizan las imposturas del arte y la vanidad del artista, pero también llama a la consideración que merece el arte genuino. Velázquez puede ser ahora un clásico, pero en su tiempo fue vanguardista y transgresor. Me atrevo a decir que lo sigue siendo, sobre todo para el artista moderno que bebe hoy de la misma prodigiosa fuente, esa que conjuga la inspiración con una atenta mirada, la necesidad creativa con la valentía de abrirle cauces. El arte genuino tiene profundas razones para ser como es. A la copia que se arroga el mérito del original solo le atrae la popularidad. El valor de lo auténtico se subvierte en la estulticia de lo puramente imitativo. Es la superficialidad más nefasta, la carcoma que mina el arte y con él la expresión más elevada que el ser humano puede obtener de sí mismo.