La sequedad literaria, como la mística, tortura a veces como la sed en un desierto limpio de voces. Es un vacío al que nada interesa ni motiva, un emisario que no encuentra rutas para expresar lo que murmura el alma.
No hay más remedio que lanzar la pluma solitaria a desgarrar la piel de la blanca página, celosa de su pureza. Hay que pedirle al bolígrafo que dibuje trazos alocados, que no se detenga aunque no sepa lo que le lleva ni adónde va.